Por Pablo «Pelado» Rodríguez. Diego Armando Maradona saltó de Villa Fiorito a la Eternidad, como un ser por fuera de toda lógica que con una pelota en los pies, le puso un palo en la rueda a la historia que siempre se olvida de los «nadies».
Con su lengua filosa, tan filosa como su zurda, atravesó ese muro que mantenía en silencio a los deportistas, como gesto de excelencia. Quebró el maleficio de la Torre de Babel y universalizó la narrativa rebelde y políglota que tantos casi anónimos gritos insurrectos del fútbol venían expresando por lo bajo.
Lo hizo, como años antes Sócrates y la Democracia Corinthiana en una expresión de resistencia a la dictadura brasileña. O en otro deporte popular, el box, también Cassius Clay, «Muhammad Alí», al renunciar a los honores para protestar contra la máquina de guerra yanqui.
Desde ese juego que los fascistas defenestran como «deporte de caballeros, jugado por animales», Maradona saltó a lo más alto de la historia para multiplicar un grito como palo en la rueda del poder corporativo y alcahuete. Circula por ahí una paráfrasis que sintetiza esto: «Maradona es el hecho maldito del fútbol burgués».
Se esperaba de Maradona, como de cualquier futbolista de élite, que con su solo juego moviera la rueda de la economía global en favor de las casas de apuestas; pero sin quebrar el statu quo. Sin embargo, el tipo se inventó y se reinventó como un abyecto a ese destino prefijado.
Eligió embeberse de contradicciones cuando se lo endiosó. Arriesgó todo al exponerse como un ser humano, contradictorio, errático, bocón, para equilibrar tanta magia incomprensible en su cuerpo caliente, en su zurda imposible.
Decidor de verdades con tono de denuncia, se tatuó al Che para irritar a los gorilas; le apuntó directo a la mafia de la FIFA; se erigió como inorgánico portavoz de los sin voz en la privilegiada arena a la que no acceden los parias; y se subió al tren de la Patria Grande Latinoamericana para decirle «No al ALCA» junto a Néstor, Lula, Evo y Chávez.
Ante su insoslayable aporte a la alegría popular del país, tan vapuleada y postergada históricamente, la pacata moralina propone caer en la trampa de elogiarlo por lo que hizo en el fútbol y castigarlo por lo que hizo en su vida personal. Pero Maradona, como el resto del mundo, es todo lo que hizo en su vida. No será su muerte quien lo vuelva bronce ni lo redima de nada.
Maradona es barro y champagne, aciertos y errores, soberbia y humildad. El que nunca se olvidó de sus orígenes y el que tardíamente empezó a reconocer a sus hijos e hijas. El que miraba a los ojos a los árbitros para exigirles Justicia y el que obró como hijo sano del patriarcado.
Maradona se coló en los recovecos prohibidos para los parias y encendió necesarios e inesperados faros de esperanza. Fue el embajador argentino que nadie votó, que ningún presidente eligió; y que, sin embargo, superó como símbolo nacional al dulce de leche, a la birome y al colectivo.
Hay «caretas» que quieren matarlo con olvidos y señalamientos para no hacerse cargo de las miserias de sus propias humanidades. Diego nunca quiso ser Dios. Abiertamente, siempre fue un ídolo demasiado humano.
Diego Armando Maradona es un ser de otro tiempo que con su reciente fallecimiento, conmueve a todo el mundo; y desde la mirada actual, interpela con sus acciones y abre infinidad de debates necesarios.
¡Hasta Siempre Diego!
FOTO: TÉLAM