Por Lucía Figueroa Sánchez (*). Por estos días, la sociedad argentina atraviesa una coyuntura marcada por una creciente desestructuración del lazo social, un retroceso en derechos adquiridos y una transformación acelerada de los marcos que definían históricamente el rol del Estado en la vida pública. La pregunta que deberíamos hacernos no es solo qué futuro queremos, sino con qué presente lo estamos construyendo. En múltiples ocasiones, el papa Francisco ha advertido sobre la configuración de una “economía que mata”, en la que el paradigma financiero se impone sobre las necesidades humanas. Tal diagnóstico no resulta ajeno a la realidad argentina actual. El proceso de desinversión estatal, acompañado por un discurso que responsabiliza al individuo por su destino, agudiza las desigualdades estructurales y empuja a muchos sectores de la población especialmente jóvenes y adultos mayores a los márgenes del sistema.
Francisco no habla desde una neutralidad abstracta. Su mensaje, anclado en la experiencia latinoamericana, reivindica una política con dimensión ética, que no se agote en la gestión sino que recupere el sentido de lo común. Una política que escuche a los últimos, que cuestione las lógicas de acumulación sin límite y que entienda que la economía debe estar al servicio de la vida, no al revés. En este marco, la figura y el pensamiento del Papa Francisco adquieren una relevancia singular. Su crítica a la “cultura del descarte” no es una denuncia retórica: es una lectura histórica y política de los mecanismos mediante los cuales el sistema global y sus correlatos locales, produce exclusión como condición de funcionamiento.
Francisco ha dicho con claridad que una sociedad que no incluye a sus jóvenes está condenada al estancamiento y al conflicto. Y lo cierto es que, en la Argentina actual, las juventudes somos unas de las principales víctimas de las políticas de ajuste. Con niveles de pobreza que superan el 55%, enfrentamos serias dificultades para acceder a empleo, vivienda, formación y participación política efectiva. La juventud argentina, en este marco, nos encontramos tensionadas entre el desencanto y la potencia. En otros tiempos de repliegue estatal y fragmentación social, el tejido comunitario fue capaz de sostener lo que las instituciones abandonaban. Hoy, sin embargo, asistimos a una ofensiva discursiva y material que no solo debilita los instrumentos públicos de seguridad social, sino que busca, además, deslegitimar toda forma de organización colectiva. Se retoman viejas recetas bajo ropajes nuevos, y se reactualizan lógicas que ya demostraron sus límites y consecuencias.
No se trata de caer en diagnósticos alarmistas, sino de asumir una responsabilidad histórica. Los procesos de concentración económica, exclusión social y mercantilización de la vida no son nuevos en nuestra historia. Lo novedoso es quizás la velocidad con que estos procesos se despliegan hoy, legitimados por narrativas que exaltan la libertad del mercado mientras silencian la desigualdad que produce. Las juventudes no somos un bloque homogéneo, pero se comparte una certeza: este presente no alcanza. La bronca, el desencanto y la retirada no deben leerse como apatía, sino como síntomas de un sistema que no ofrece futuro.
Quizás uno de los aspectos más profundos y complejos de esta crisis humanitaria sea la pérdida de nuestra capacidad colectiva para imaginar otras formas posibles de vida en sociedad. Las reglas del mercado, naturalizadas como únicas e incuestionables, se han confundido con las formas legítimas de vinculación social, promoviendo una cultura del individualismo extremo, donde el mérito personal se convierte en vara exclusiva de justicia y el “sálvese quien pueda” se instala como principio rector. En este esquema, el fracaso es interpretado como culpa individual, desentendiéndose de las condiciones sociales, culturales y económicas que lo posibilitan, mientras que el éxito ajeno deja de vivirse como una alegría compartida para convertirse en amenaza. De este modo, se ha erosionado el horizonte del proyecto común, sustituyéndolo por una lógica de competencia permanente.

Cuando los proyectos de vida se vuelven inaccesibles, cuando las condiciones para ser felices se diluyen, aparece la necesidad de encontrar responsables. Y en esa búsqueda, el otro, el que tengo al lado, se convierte en blanco del enojo y la frustración. Esto no solo genera los climas de violencia social que hoy atravesamos, profundizados y legitimados por un discurso oficial nacional que alienta la división y la confrontación, sino que instala una idea paralizante: la de que nada puede hacerse para transformar la realidad. Si todo depende de mí, si todo es responsabilidad individual, entonces el fracaso no tiene más explicación que mi incapacidad. Y si el mundo se rige por la suerte, la justicia queda excluida del horizonte.
Cuando ya no se cree que se puede cambiar la realidad, también se pierde la fe en que es posible vivir en una sociedad mejor. Y sin esa fe, se diluye la convicción de que somos sujetos capaces de incidir, al menos en nuestro pequeño territorio. Entonces, ¿para qué participar?, ¿para qué comprometerse si todo va a seguir igual? Esa es la narrativa que debemos desmontar hoy, con urgencia y con ternura: no para reemplazarla por ilusiones vacías, sino para reconstruir desde abajo una esperanza concreta, que devuelva sentido a lo colectivo y vuelva a afirmar que otra realidad no solo es necesaria, sino también posible.
La historia nos recuerda que no hay destino prefijado. Que los pueblos, cuando se organizan, son capaces de revertir las condiciones más adversas. Que el futuro no es una línea recta, sino una construcción colectiva que se disputa todos los días. Que donde hay injusticia, puede haber organización. Que donde hay dolor, puede haber comunidad. Francisco ha insistido en que “nadie se salva solo”, y que es desde los márgenes donde puede nacer una nueva cultura del encuentro. En este sentido, su pensamiento converge con una tradición política y filosófica latinoamericana que reconoce en el pueblo —y particularmente en los sectores históricamente excluidos— no solo a los sujetos del sufrimiento, sino también a los portadores de saberes, vínculos y sentidos alternativos a la lógica neoliberal.
Construir futuro desde el presente implica preguntarnos, cómo nos propuso Francisco, “¿cuántos invisibles necesita una economía para que funcione?”, e invertir esa lógica. Implica asumir que no hay neutralidad posible frente al sufrimiento social. Implica abandonar el cinismo y volver a apostar por una política que sepa mirar a los ojos, que camine el territorio, que nombre las cosas por su nombre, y que entienda que no hay dignidad sin justicia social. Recuperar el sentido de lo público como construcción colectiva. Lo público no es lo estatal en abstracto, sino el espacio donde se expresa la igualdad. Defender la educación, los medios comunitarios, los espacios culturales, los clubes, las bibliotecas, el trabajo, la salud, es defender el derecho de todos a vivir con dignidad. Ahí se construye ciudadanía. Ahí se gesta el porvenir.
La construcción de la política como herramienta de transformación social exige hoy más que nunca recuperar una ética del cuidado, del compromiso y de la justicia social. Esto implica interrogar críticamente las formas de representación, las prioridades presupuestarias y los discursos dominantes que deslegitiman la solidaridad y exaltan el individualismo meritocrático.
Aunque no esté de moda, hay que volver a decir que no hay presente digno sin comunidad organizada, sin justicia social y sin jóvenes protagonistas del tiempo que viene. Porque no hay futuro sin nosotros y nosotras. Y porque el presente, es territorio de disputa, y tambien todavía puede ser territorio de esperanza.
(*) Lucia Pilar Figueroa Sanchez es integrante de la Mesa Provincial de Trabajo por los Derechos Humanos de Córdoba