Por Guillermo Morilla. Lo vi llorar a mi viejo y no lloré. Lo vi llorar a Goyco y no lloré. Lo vi a Ruggeri quedar atónito en la televisión, totalmente confundido, como si de la nada alguien se hubiera robado la felicidad del mundo para siempre. —¿Cómo que murió El Diego? —¿Qué? —. No, dale, no jodan.
En un instante toda la televisión se inunda por completo con la noticia. «Murió Diego Armando Maradona». Silencio absoluto.
Dicen que hay momentos que se graban a fuego para siempre. La muerte del Diego la vivo con la misma intensidad que la muerte de mis familiares más queridos.
Todavía no comprendo la muerte.
Pero aparte -escuchame- El Diego es inmortal. No puede ser.
Pero es así. Se fue y ahora todo se pone gris. Ya no existe más nada. No importa que estemos viendo el programa grabado de Masterchef con mi viejo, no importa la crisis, y por un segundo parece no existir la Pandemia.
Olvido por completo que me duele la panza. Solo me queda la más absoluta tristeza.
Tengo el recuerdo, un tanto mentiroso, de que la primera vez que escuché sobre Diego fue en boca de mi abuelo. Sin embargo la primera vez que fui testigo de la leyenda fue, sin dudas, en el brillo de los ojos de mi viejo.
Escuché a Tomás Rebord comparar a Diego con Aquiles. Pensé lo mismo, El Diego está a la altura de los grandes héroes, esos que perduran en la historia de los pueblos tanto tiempo que su legado trasciende lo universal.
El mito sobrevive gracias al lenguaje. Es tan grande la hazaña que todos quieren contar su historia. Aquiles viajó a Troya en busca de que su nombre sea recordado y hablaran de él por toda la eternidad. El Diego solo quería jugar a la pelota para darle una casa a Doña Tota y, una vez que lo logró, buscó la felicidad de su pueblo jugando al fútbol.
Maradona fue un guerrero sin lanza ni escudo. Un guerrero que con un par de botines y la casaca celeste y blanca en el pecho, peleó las batallas más nobles que pueden existir. Es nuestra leyenda, nuestra historia más bonita, y yo tuve el placer de poder vivirlo. Lo vi, lo escuché y lo sentí a través de los gestos de mi viejo cuando narraba sus hazañas; el gol a los ingleses después de la guerra de Malvinas, el mundial del 86, el día en que tenía el pie destrozado y pidió que le hicieran un botín especial para poder jugar y también cuando le cortaron las piernas.
Haberlo visto jugar es un lujo que solo ciertas generaciones pudieron darse. Yo no tuve la suerte, pero me tocó quizás lo más lindo: el héroe. Mi primer póster en la pared, antes que Batman, antes que El Hombre Araña, fue El Diego. A los 7 años ya me peleaba con mis compañeros de colegio porque, a la hora de jugar al fútbol en el recreo, todos queríamos ser Maradona.
Tenía 7 años y corría el año 2002. El 2001 nos había explotado en la cara como a muchos argentinos. Conocíamos el hambre y el no pertenecer, éramos los nadies, los sin voz, pero ahí estaba Diego que hablaba por nosotros y hablaba nuestros códigos. Por fin uno de los nuestros combatía a los poderosos de igual a igual.
El Diego levantaba la voz por los jubilados, por los argentinos diezmados, por el neoliberalismo, por los pobres, acompañaba a las Abuelas de Plaza de Mayo y por eso era un nieto más. No, no era un jugador de fútbol y nada más.
Era nuestro protector, un torbellino dentro y fuera de la cancha.
Amigo de Lula, Evo, Nestor, Chavéz, un enamorado de Fidel y del Che, y como dijo alguna vez: “Cristinista hasta los huevos”.
— ¿¡Cómo no iba a patear entonces con la izquierda si llevaba la revolución en la zurda!? —.
Hijo de Don Diego y Doña Tota, un pibe que sufrió la necesidad, vivió el hambre, el frío y la miseria de la villa. Yo mismo lo escuché contar; que su vieja fingía dolores de panza para que él y sus hermanos pudieran comer. Que también era él quien ligaba los cintazos de su viejo por romper las zapatillas persiguiendo su amor por la pelota.
La pelota y Diego guardan una conexión que parece de ciencia ficción, realmente están hechos uno para el otro, y por eso -la pelota no se mancha-. Por eso quiso en vida que en su lápida solo dijese:”Gracias a la pelota”.
Diego es además el testigo que revela la mentira de que las posibilidades son iguales para todos. Es la prueba en carne viva de que en la villa no habitan seres despreciables, ni que son todos ladrones y malvivientes como dicen en la tele.
Nos enseñó que en el mundo de los nadies habita un amor que no conoce de fronteras.
Es cierto que Maradona es contradictorio.
—¿Pero quién no? —¿Acaso alguién en esta tierra puede atribuirse esa moral “blanca y pura”, muy similar a los estándares que marca el capitalismo? — .
Quizás son contradicciones más propias de nuestros tiempos, alimentadas por esa picadora de carne que son los medios -que se le metían hasta dentro del inodoro para decir que sus soretes tenían olor a merca-.
Hoy esos sucios medios perdieron el mayor capital de su negocio canallesco.
El Diego es mucho más que la simple fatalidad del ser humano. Diego fue amor puro con los suyos, la lealtad infinita para con su pueblo y los más pobres.
Y me quiero quedar con esto; el Amor de Diego es lo más bonito que me pasó en la vida.
Porque el tipo cuando iba a la cancha y la tribuna coreaba su nombre, abría los brazos bien grandes para abrazarnos a todos.
Es nuestro eterno justiciero a la altura de cualquier historieta, con la diferencia de que Maradona no es del mundo Marvel.
Maradona es un superhéroe salido de Fiorito.
—¿Cómo no querer a Diego? —Si no tenemos nadie igual.
Diego nunca buscó ser perfecto, se equivocan aquellos que consideran que los héroes son todos seres pulcros, blancos y tienen lista la tarjeta roja de la moral. Esa gente que el negro Dolina llama: refutadores de leyendas.
Es la persona más transparente que conocí. Nunca se vendió y por eso más de una vez lo persiguieron, y a todos los dejo papando moscas con la gambeta.
A El Diego le tocó tener que ser Maradona, el pibe al que lo subieron de una patada en el culo a la cima de la montaña y nadie le explicó cómo sobrevivir ahí.
Así y todo nunca se olvidó de qué lugar salió, nunca se olvidó del frío y del hambre.
Nunca dejó de abrazarnos.
Quizás es por eso que buscó jugar al fútbol y hacer feliz a mucha gente, sobre todo a aquellos a quienes la felicidad nos cuesta el doble.
Mi viejo me lo dijo:
—Este tipo, a los que siempre nos costó mucho todo, nos llenó de alegrías—. Lo dice y el brillo de los ojos se resalta con más intensidad.
—Cuanta tristeza viejo—.
Diego nos amó desde el barro, por eso recién hoy, días después de que me dejara el vacío más grande que sentí en el pecho, puedo darme el lujo de llorar a moco tendido. Recién hoy comprendí que mi superhéroe favorito no va a estar más entre nosotros físicamente y me duele, me duele muchísimo.
Me va a costar aceptarlo, uno no asiste al entierro de un héroe todos los días. Son eventos que ocurren pocas veces a lo largo de la historia. No hay un protocolo diseñado, una ropa particular, una manera correcta de asimilarlo y procesarlo. Será por eso que lo primero que hicimos fue ganar la calle y encender velas en su honor, levantar altares en su nombre y santificar la 10. Por eso en pocas horas asaltamos la Plaza de Mayo para despedir al superhéroe de Fiorito y llorar como nunca lloramos, hermanados en medio de tanta grieta.
Solo El Diego podía lograrlo, porque es un puente con el otro, porque hizo posible lo imposible. Y por eso esta sensación de orfandad que nos atraviesa.
Necesitaba decirte adiós Diego. Me hiciste muy feliz, como a millones de personas, y me enseñaste -mejor que nadie- el eterno placer de ser, y saberse, argentino.
Tuve la suerte de haberlo vivido, soy contemporáneo a Diego Armando Maradona.
De mi boca esta leyenda vivirá por siempre.
Te amo, Diego.
FOTO: TÉLAM