A partir del asesinato de David Moreyra en Rosario y de otros tres ataques recientes, comenzaron a pulular diversos discursos justificando o no lo que la prensa ahora denomina “linchamientos”.
Los argumentos que validan esta práctica de “justicia por mano propia”, señalan el hartazgo de cierto sector de la sociedad para con los problemas de seguridad y la ausencia del estado para resolverlos. Carecen por completo de indagaciones acerca de las estructuras sociales que, antes que producir delincuencia, generan condiciones de desigualdad. Los motivos enunciados están plagados de estereotipos y simplificaciones, movilizando demandas de incremento de control social y de intensificación de castigos y prácticas represivas, lejos de ser meras opiniones fácticas e inocuas.
Del otro lado se encuentran los esfuerzos por explicar que en un estado de derecho los conflictos no se dirimen de esta manera, sino que es el poder judicial el encargado de asignar responsabilidades y castigos. Aluden, además, al desfasaje de la pena con el supuesto delito, considerando un asesinato o una golpiza como una reacción desmedida.
Todas estas consideraciones en contra de los linchamientos, como respuestas ilegales y desproporcionadas son más que válidas y necesarias. Sin embargo, a menos que queramos retroceder siglos de humanidad, detenerse a analizar si son buenas o malas respuestas frente a los delitos, es algo que debe estar fuera de discusión. A David no lo asesinaron por lo que hizo. A David lo asesinaron por lo que es. Y este desplazamiento del acto al sujeto, debe despertar nuestras más profundas reflexiones.
La violencia desatada en los linchamientos no es una violencia dirigida a saldar el hecho delictivo. Si así lo fuera, pondría fin a la delincuencia y bien sabemos que un asesinato o una golpiza no resuelven ninguna injusticia. Esta violencia se ejecuta sobre los sujetos, sus cuerpos y los significados que éstos representan para parte de la sociedad. David no es “uno de nosotros” según las clases media y alta, es un vago que no trabaja, que vive de planes sociales, que no quiere ir a la escuela y que decide deliberadamente la delincuencia como forma de vida. El esclarecimiento de su asesinato no tendrá a muchos en vilo como el caso Ángeles Rawson y tantos otros, que trazan la diferencia entre las muertes que cuentan y aquellas que no.
Y como la vida de David está entre las que no cuentan, su muerte en realidad representa la imperiosa negación de la pobreza como un problema de todos; es la necesidad de suprimir físicamente la posibilidad de la identificación de cualquiera con un pobre; es la reducción de la seguridad a un problema de conservación de la propiedad privada. Dar muerte a David es la expresión corpórea de una violencia primera, la que el capitalismo opera cuando naturaliza la exclusión y la marginación de unos cuerpos sobre otros, a través del estado, las empresas, los medios de comunicación y tantos dispositivos más.
(*) Investigadora. Becaria de Conicet