Mundial de Básquet: Cuando lo que se hereda es el alma

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Selección argentina de básquet en mundial de china final foto fibaPor Mateo Ortiz. Quince años atrás, la Selección Argentina de básquet daba el golpe más fuerte del deporte olímpico en la tierra que dio origen a ese evento competitivo. En Atenas, Grecia, le ganaba la final a Italia y se hacía con la medalla de oro, un título que hasta ese momento era casi monopolizado por Estados Unidos y que, después de esa hazaña, retomó su hegemonía en las siguientes ediciones.

Si bien ese plantel argentino era maravilloso desde sus individualidades, lo que más destacaba era su química, su laburo de conjunto, su “alma”; esa motivación de querer mejorar para que el compañero sea mejor también. “Somos hermanos de camiseta”, diría años después Hugo Sconochini, capitán de ese equipo, definiendo con mucha claridad esa característica intangible que tenía nuestra selección.

Por aquel entonces yo tenía 12 años y hacía más o menos dos que había empezado a jugar al básquet. En parte por gusto, y en parte también por esa selección, con la que me lograba identificar. Nunca me destaqué en demasía mientras jugué. Era consciente de mis limitaciones y siempre prioricé divertirme por sobre competir, pero la influencia de ese equipo (que todavía no se llamaba la Generación Dorada) era muy marcada en compañeros, rivales, en todos los que practicábamos básquet y seguro que en varios que no lo hacían.

El tiempo pasó, crecí y decidí hacer a un lado al básquet, al menos jugando. Seguí mirando a la selección y a medida que veía como esos jugadores envejecían, pensaba que ya era hora de empezar a ver a los jugadores que tenían mi edad, que fueron marcados a fuego por esa generación. Quizá a alguno que haya tenido la oportunidad de enfrentar alguna vez. Quería verlos en acción, sacarme la duda de si lo de 2004 fue sólo un grupo de talentos que coincidió en el tiempo o si realmente había material para seguir jugándole de igual a igual a las potencias.

El mundial que acaba de terminar fue la prueba de fuego para la mayoría de esos chicos que, como yo, de niños y adolescentes se llenaron la retina de uno de los mejores equipos que nos dio el deporte argentino. Como alguna vez les pasó a ellos, llegaron en silencio, con perfil bajo, con aspiraciones claras pero no altas. Fueron de a poco, alcanzaron el objetivo inicial y, a la primera oportunidad, volvieron a dar el zarpazo, como esos héroes que vieron de niños. Al igual que esos monstruos que hoy admiramos, nos volvieron a hacer soñar e ilusionar una vez más, al punto de perder una final que, si bien duele, nadie (o casi nadie) reprocha.

Ahí están esos chicos que tenían 10, 12, 15 años cuando vieron a Ginóbili y Scola alcanzar lo inalcanzable, lo utópico, lo que los que sabían del tema nos contaban que era imposible. Esos chicos que, además de llevarse una impensada medalla, lo hicieron al lado de uno de sus héroes, Scola, el único sobreviviente de aquel 2004. Otra vez entre los mejores, otra vez sin egos, sin soberbia y con “alma”. Porque si algo logró la Generación Dorada fue sembrar una semilla que floreció casi de golpe estos quince días en China, con un nuevo grupo de jugadores que entendieron que, para ser como esos que veían por la tele de chicos, tenían que hacer mejor al que tenían al lado, para que el grupo brille con luz propia.

El mundial de básquet nos deja un sabor más que dulce para los que seguimos este deporte, la prueba de que hay talento y carácter para volver a ser los mejores del mundo, además de un plantel con el que muchísimos argentinos nos sentimos representados. Pero principalmente, la prueba de que uno cosecha lo que siembra.

FOTO: FIBA

 

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